Durante el año 1991 sucedió algo que dio un giro milagroso a mi vida. Avanzaba ya el primer semestre de ese año, cuando comencé a sentir los estragos de la crisis que, por alzas económicas, nos comenzaron a azotar desde el año anterior. Un proyecto de construcción de viviendas que adelantaba, de repente comenzó a venirse abajo. Otros profesionales ya habían colapsado o entraban en el proceso, paralizándose, declarándose en bancarrota o ausentándose del país.
Empecé a desesperarme y a caer dentro de las tinieblas de una preocupación angustiosa. Veía un fantasma que se avecinaba. No tenía fe y la deuda del banco, para el préstamo del proyecto, seguía aumentando los intereses. Un tormento de vanidad y egoísmo se sumaba: el mal sabor de un fracaso y el de mi falso orgullo amenazado.
Todo este sufrimiento tenía sus bases en las apariencias humanas, que es parte de la comedia de este mundo materializado, y en el desconocimiento de la esencia de Jesús. No podía ser de otro modo, pues tenía un concepto de la vida con algunos valores invertidos: el de Dios y el de la alegría. La mala formación de una época pasada, con un Dios de amenazas y de una vida desordenada durante la soltería, quizás producto de la desmoralización en la vivencia de la tiranía pasada.
Comenzaba el segundo semestre del año. Ya había tratado de buscar refugio en los “controles mentales” que se comercializan, pero solo con resultados momentáneos o efímeros, hasta que leí en un librito esta frase que recomendaba: “cuando nada de esto le dé resultado, pruebe en la oración”. Una buena amiga, llamada Arelis, me regaló -coincidencialmente en ese momento- un libro de P. Larrañaga: “Del sufrimiento a la paz”. Pero había un problema: Yo no sabía orar nada, ni entendía bien la parte de espiritualidad del libro. No sé cómo, pero de repente empecé a pedir ayuda a Dios y me puse en sus manos. Volví a leer el libro y entonces me fascinó el descubrimiento de lo que antes no había asimilado. Empecé a sospechar que había un Dios distinto del que yo había oído y que me aceptaba como yo era. De inicio –así como lo digo- compuse una oración personal que duró unos 45 minutos, me quedé maravillado, la repetí tres días consecutivos y al cuarto decidí escribirla. Y es la que, aún pasado varios años, todavía repito casi a diario. ¿Cómo fue? No lo sé, pues no tenía idea de lo que era el Espíritu Santo y no tenía un concepto muy claro entre Dios Padre y Jesús.
Luego, por una “dioscidencia” fui a parar a la Casa de la Anunciación, a uno de los grupos de oración. Pero volviendo a mi situación de inicio, empezaron a surgir en mí largos períodos de paz interior que me permitieron empezar a comprender lo que era un verdadero gozo, una alegría indescriptible. Esta vez en lo espiritual no en lo mundano. Así empecé a crecer, lentamente, pero sentía la guía de un poder amoroso y misericordioso, la presencia de Dios.
Entre el final de ese año y el inicio del 1992, como enviado del cielo, quizás por mis súplicas y porque fueron escuchados mis ruegos, una inmobiliaria que se pudo mantener vigente en medio de los avatares mencionados, me propuso adquirir el proyecto tal y como estaba; dicha empresa necesitaba volver a la actividad, de modo que llegamos a un acuerdo, aunque sacrificado por mi parte, pero conveniente para ambos. ¡Gloria a Dios! Y se me pidió una condición: que mi oficina fuera quien terminara el proyecto. ¡Más gloria a Dios! Todo concluyó satisfactoriamente. No gané «gran cosa» como aspiraba, sin embargo, me gané un gran tesoro: “Había encontrado el camino del Señor”.
– Anselmo Brache B. (Chemito).