El Divorcio según la Iglesia Católica

septiembre 12, 2018

Por Juan Francisco Puello Herrera

El tema que voy a tratar requiere antes de una explicación o justificación de las normas que rigen el matrimonio canónico o cristiano. El matrimonio desde la perspectiva cristiana es un sacramento que por ser instituido por Dios cuando creó al hombre y a la mujer constituye una autentica vocación sobrenatural que da a los esposos una gracia especial para ser fieles uno al otro y santificarse en la vida matrimonial y familiar, que se establece con el consentimiento libre de cada uno de los contrayentes manifestado ante el representante de la Iglesia.

Es significativo que el matrimonio fuera elevado por Cristo a la dignidad de sacramento y es la razón fundamental por la que el Papa, el legislador canónico y la Iglesia han tenido que dar leyes precisas tomando por una parte un dato teológico que comprende la sacramentalidad de dos bautizados, esto es, el bautismo más pacto conyugal valido igual a sacramentalidad. Por tanto, el pacto conyugal valido de dos bautizados es un sacramento. En esa virtud el matrimonio ratificado (rato) y consumado es indisoluble, y por ser sacramento entre dos bautizados es ratificado.

 

Por otra parte se encuentra el dato antropológico (por ser entre personas que se relacionan) que comprende una comunidad de vida y amor, de unos requisitos para un valido consentimiento y de un acto sexual consumativo del matrimonio. Siendo así, el matrimonio canónico tiene como principio el favor iuris, esto es, que goza del favor del derecho, por lo que, en la duda se ha de estar siempre por la validez del matrimonio mientras no se pruebe lo contrario.

 

Para mejor entender, en el Génesis (2,24) se encuentra la explicación más hermosa del matrimonio según Dios: «Por tanto, dejará (transición) el hombre (madurez) a su padre y a su madre (modelo de una familia completa) y se unirá (nueva familia) a su mujer (complemento) y serán (complemento) una sola carne (intimidad profunda)». Explicación que refuerza Mateo 19,6: «De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien lo que Dios unió no le separe el hombre».

 

Y no es mera coincidencia que el Código de Derecho Canónico (canon 1055) defina el matrimonio como: «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados». O que en la definición actual de los teólogos Católicos sobre el matrimonio lo consideren como la “voluntad mutua de pertenecerse libremente en amor fiel y fecundo hasta la muerte constituyendo así una sociedad Conyugal”.

 

Es evidente entonces que todas las otras alianzas muestran y transmiten el amor de Dios, pero sólo en la alianza conyugal el amor es tan poderoso que comunica la vida. Lo que nos lleva a destacar las propiedades esenciales matrimonio cristiano que son la unidad (uno solo) y la indisolubilidad (para toda la vida), que se dan en el matrimonio cristiano porque alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento, en el que convergen el amor y el compartir creando la cumbre de la unidad: «ser uno y ser dos, la riqueza de ser dos y el secreto de ser uno».

Cabe agregar que la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio del 22 de noviembre de 1981 de su Santidad Juan Pablo II sobre la Misión de la Familia Cristiana en el Mundo Actual expresa en el número 15 que «el matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de la muerte y resurrección de Cristo constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia».

Al respecto, Vidal Guitarte Izquierdo refiriéndose a la doctrina perenne del amor y matrimonio en la Exhortación «Familiaris Consortio» de Juan Pablo II señala: «El matrimonio, tal como lo ha concebido una vez al menos en su vida toda alma generosa, es aquel que, de acuerdo con el respeto de nosotros mismos y de la persona amada, comienza con el amor y se confunde con el amor hasta el momento del divorcio inevitable, del divorcio eterno. En esta perspectiva amor y matrimonio aparecen como entrelazados fuertemente, mutuamente implicados y cogestores de la empresa conyugal. O en expresión lapidaria de Saint Marc Girardin: «El matrimonio tiene el doble mérito de dar al amor la fuerza de una ley, y a la ley la dulzura de una afección».

Esta dilatada explicación sobre el matrimonio canónico nos lleva a una realidad que no se puede ocultar como es el «divorcio» entre conyugues casados según los ritos de la Iglesia Católica y que divorciados se han vuelto a casar de nuevo. Aunque resulte una perogrullada es sabido que en el concepto de divorcio está excluido en la norma canónica, donde prevalece el criterio de separación de cuerpos.

Con referencia a lo anterior en el número 84 de la referida Exhortación «Familiaris Consortio» afronta el problema con atención improrrogable al indicar que «los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones, porque en efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido».

Al respecto más adelante insta a los «pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida, exhortándolos a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios, y a que la Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza».

Con referencia a lo anterior la Exhortación «Familiaris Consortio, aclara dos aspectos que conciernen a la Iglesia, uno que se funda en la Sagrada Escritura donde reafirma la praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez; el otro, que es pastoral, que aduce a que si se admitieran las personas en esta condición a la Eucaristía, los «fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».

Sin embargo, ha dicho el Papa Francisco que «la Iglesia no tiene las puertas cerradas a nadie», en su preocupación por no excluir de la Iglesia a nadie y su intento por abrirla a nuevas formas de familia, al referir a los divorciados que han vuelto a tener pareja, personas que «no están excomulgadas, como algunos piensan», sino que «forman parte siempre de la Iglesia».

El Papa Francisco ha expresado sobre el divorcio que en algunos casos «es inevitable» cuando se hace para proteger a los más débiles sea el conyugue o los hijos. Entendiendo sobre la separación de un matrimonio, en el que ha animado a interrogarse de «cómo ayudar o cómo acompañar» a estas familias en esa situación que tanto dolor ha traído a la familia.

 

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