«¡El Amor no es amado!» por Jacobo Lama Abreu

mayo 21, 2021

Es asombrosa la obra del artista que en los materiales que utiliza para hacer arte ve reflejada su alma. El ideal apareció en su mente, indeciso y sutil como cuando clarea el sol en la mañana, y asimismo fue creciendo, cada vez más preciso, cada vez más espléndido, más bello, hasta que, convertido en sol de medio día, ese ideal se manifestó plenamente influenciando todas las facultades del artista y las hizo vibrar, como las cuerdas de una guitarra, que cuando son bien tocadas, son cuasi divinidad. Dejando traslucir la luz de su alma en su trabajo, le dio vida, como si palpitase. Pero, ¡cuántas veces las herramientas le parecieron insuficientes! ¡tal vez demasiado toscas para exteriorizar el pensamiento o para reproducir los finos matices de la imagen que cautiva su alma! Ojalá pensaba, y pudiese unirse a su obra y compenetrándose con ella, como si fuese parte de su alma, modelarla a su placer, como plasma en sus sueños ese ideal que ama tanto. 

Así es la obra santificadora del Espíritu Santo, el gran artista de las almas, pues, ¿no es la santidad el arte supremo? Y así como el ideal está en nuestra mente, en nuestra alma, el Espíritu es nuestro huésped. ¿Acaso somos dóciles templos que nos dejamos moldear, remodelar, y dar terminación por este gran artista divino que desde el principio aleteaba sobre la superficie de las aguas? (cfr. Génesis 1, 2) Si el es nuestro huésped, nosotros debemos ser su morada, si es nuestro director, debemos aceptar y seguir sus inspiraciones, si es nuestro don, debemos poseerlo, si es el artífice que moldea nuestra alma, debemos dejarnos moldear, cooperando dócilmente a sus amorosos designios.

Pero, ¡atención! El Espíritu no actúa a nuestro antojo.

Es don, y como tal lo recibimos en medio de la calma, no en el terremoto, no en el desorden, no en el bullicio, no en el descontrol. Viene en el susurro de una brisa suave, ante la cual nos queda solo cubrirnos el rostro. (cfr. 1 Reyes 19,11)

Santo Tomás de Aquino nos enseña que el Espíritu Santo habita en nosotros por el amor. Vivimos con el Espíritu si lo amamos. Pero que pena que hoy: ¡el Amor no es amado! Quien ama a Dios entiende que vivir en su presencia es una necesidad obligatoria. Para obtener la vida íntima con el Espíritu Santo, para gozar de la presencia dulcísima del huésped divino, no hay más que un medio definitivo y eficaz: el Amor. ¡Y cuánto nos falta amar! El que ama al Amor, se deja mover por sus mociones, que no son cosas extraordinarias ni fantásticas, fuera de lo común como algunos piensan. Es cierto que siempre hay un componente místico, especial, sobrenatural, pues estamos hablando de Dios. Pero no pensemos que ocurrirán necesariamente eventos grandiosos. Aquel que vive de una fe amparada en grandes sensaciones no está amando al Amor, sino que lo está usando aunque sea de nombre, y cuidado si con esto cae en algún tipo de fariseísmo.

Aprendamos de una vez que el Espíritu no es un calmante o una droga que me la tomo cuando me apetece.

No es algo que necesito solo de momentos. Nuestras distracciones, principalmente en la oración, se deben a tantos afectos o apegos que no han sido arrancados aún, pues el Amor solo encuentra obstáculos en otro amor. Así como Abrahán recibió la visita del Señor y buscó el mejor ternero para sacrificarlo (cfr. Génesis 18, 7), debemos inmolar todos los terneros de nuestros apegos y afectos cuando el Amor infinito viene a nuestra alma, consumiéndolos todos con el fuego del holocausto, para que entonces pueda el Amor sentarse a nuestra mesa y embriagarnos con su vino generoso.

Recuerda que si el Amor separa es para unir, si arranca es para plantar, si vacía es para llenar, si nos lleva a la noche oscura del alma o a la soledad es para llenar con su plenitud esa soledad inmensa, pues los que se aman necesitan estar solos para mirarse sin obstáculos, para amarse sin distracciones y para hablarse sin testigos. Para mirar al Espíritu Santo no basta nuestra inteligencia natural, por más clara, profunda e ilustrada que sea. No es suficiente nuestro corazón humano y nuestros brazos no llegarían nunca a abrazarlo.

Necesitamos ojos más profundos, un corazón nuevo y brazos vigorosos para alcanzar esa intimidad, que, es algo divino, que está por encima de todas las fuerzas creadas y que como don de Dios, alcanza su plenitud en la santidad y su consumación en el cielo. 

Pongamos en práctica los siete dones sagrados. Digo que los pongamos en práctica porque ya con el bautismo los hemos recibido y por falta de amar al Amor nos hemos olvidado de ellos: el que deja de amar olvida fácilmente hasta aquello que tiene delante de sí.

En este próximo Pentecostés recordemos aquella hermosa exhortación que hiciera a la Iglesia el gran papa León XIII en su encíclica sobre el Espíritu Santo. Somos pobres, débiles, atribulados, inclinados al mal: recurramos al Espíritu, fuente interminable de luz, de consuelo y de gracia. Sobre todo, pidámosle perdón por nuestros pecados, ya que tan necesario nos es y somos perdonados por medio del él, como tan bellamente lo recuerda la fórmula de la absolución sacramental.

Cual sea la manera más conveniente para invocarle, aprendámoslo de la Iglesia, que suplicante se vuelve al mismo Espíritu Santo y lo llama con los nombres más dulces: padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones, consolador buenísimo, huésped del alma, dulce refrigerio; y le suplica encarecidamente que limpie, sane y riegue nuestras mentes y nuestros corazones, y que conceda a todos los que en El confiamos el premio de la virtud, el feliz final de la vida presente, el perenne gozo en la futura. Sabemos que nuestras oraciones serán escuchadas por aquel que intercede por nosotros con gemidos inefables (cfr. Romanos 8, 26). 

En fin, supliquemos con confianza y constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y nos inflame con su Amor. ¡Amemos al Amor! ¡Amemos al Espíritu que nos ama y nos hace santos!

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