Salí caminando del templo parroquial en dirección al “desierto”. Se trata de un espacio de silencio y reflexión personal que cada año se prepara en mi parroquia durante el Triduo Pascual.
En la entrada, un letrero sugerente me invitaba a descubrir cuáles eran mis infidelidades al Señor. Aquí iniciaba un camino con varias estaciones en las que nos deteníamos a meditar sobre las trampas que nos inducen a fallar: la prisa, la virtualidad, las redes sociales, el ruido, la pereza… enemigos de la vida interior que nos alejan de la perfección cristiana a la que estamos llamados..
Seguí caminando hasta llegar a la que el Señor había previsto para mí. Al leer esto, todo mi cuerpo se estremeció y me vi obligada a detenerme un largo rato”:
“La vanidad: es el intento de todo hombre de crear su propio cielo de materiales desechables”.
En el silencio de aquel Jueves Santo pude ver mis sombras: mi excesiva atención a las apariencias y a las cosas vanas. El Señor me invitaba con dulzura a ponerlo a los pies de la cruz y dejarle a Él romper estas cadenas.
Hoy, quizás más que nunca, estamos viviendo en un tiempo de tanto con- tenido vacío, fotografías y atención a los ‘likes’ que es muy fácil caer en el engaño de las comparaciones y la tentación de quererlo todo a la vez: el cuerpo perfecto, la sonrisa sin tacha, la casa de revista, la carrera exitosa, el bienestar, la comodidad… Vanidad de vanidades le llaman las Sagradas Escrituras.
Es tanto el valor que ponemos en lo externo, que podemos caer inevitablemente en descuidar la vida interior. San Pablo nos invita a poner nuestra esperanza en el “Dios vivo que nos otorga todas las cosas con abundancia para que disfrutemos”. Sobre esto, San Agustín hace una distinción importante entre las cosas temporales y las eternas:
“Para disfrutar, las eternas, sobre todo; para usar de ellas, las temporales. Las temporales, como para viandantes; las eternas, como para moradores definitivos. Las temporales con las que hacer el bien; las eternas con las que hacernos buenos.”
Y aquí querido hermano, está la clave, en que seamos capaces de distinguir los bienes temporales de los eternos y decidir con sabiduría cuáles atesorar para la vida verdadera.
El vicio de la vanidad nos induce a vivir la vida con objetivos finitos – desechables diría el texto escrito por el Padre Frank Rodríguez -, en lugar del propósito de eternidad para el que hemos sido creados.
La buena noticia es que existe un antídoto para esta tendencia a poner la confianza en lo mundano: las virtudes. Te propongo a continuación tres que te ayudarán a superar la vanidad poco a poco y con el auxilio de la gracia de Dios.
La primera es la virtud de la humildad que nos conduce a vernos tal cual somos y a buscar imitar a Jesucristo que se despojó de su condición divina y se humilló asumiendo nuestra humanidad. Cuando pedimos al Señor la gracia de vernos a la luz de sus ojos, podemos reconocer nuestras limitaciones, pero también nuestra grandeza que reside en ser criaturas e hijos de Dios.
La segunda es la virtud de la esperanza que con el auxilio del Espíritu Santo nos mueve a confiar en la promesa de la salvación a la que tenemos acceso por la redención en la cruz. “Una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” dice Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi.
Y el tercero, será la virtud de la magnanimidad, que es parte integral de la fortaleza y quiere decir generosidad de corazón. Esta nos hace dar lo mejor de nosotros en toda circunstancia, desde lo sencillo y oculto, hasta lo visible e importante, con el solo objetivo de agradar a Dios y no de buscar reconocimiento mundano. La persona magnánima aspira a las cosas grandes, es agradecida y equilibrada; es diligente para las buenas obras y evita las quejas. Para esta, los bienes temporales le son útiles solo en tanto le ayudan a hacer el bien, por lo que no pone su alegría ni su orgullo en ellos.
Te pregunto ahora. ¿Cómo cambiaría nuestra vida si la humildad, la esperanza y la magnanimidad fueran una conducta habitual? Hoy, es un buen día para iniciar un proceso de crecimiento en tres sencillos pasos:
¿Estoy acumulando para la vida eterna o construyéndome mi propio cielo de materiales desechables?
Si en algún momento te llegas a sentir desbordado por el peso de esta pregunta o por el esfuerzo que demanda el crecimiento, siéntete acompañado. Lo entiendo, de hecho, lo estoy viviendo ahora mismo.
En esos casos lo que mejor me funciona es recordar que basta con enfocarme en dar los pequeños pasos posibles que están en mis manos y luego dejar a Dios ser Dios en mi vida. De esto se trata la conversión que no terminará nunca.
Como aprendí de la Sierva de Dios Chiara Corbella Petrillo: “cada día trae su porción de gracia, solo tengo que dejarle espacio”.
– Leslie Torres de Sánchez.