El mundo de hoy valora tres cosas que son grandes falacias:
Sin embargo, nadie es verdaderamente independiente, ni libre, ni autosuficiente. Desde que nacemos necesitamos una familia que nos acoja, nos proteja, nos enseñe y supla todas nuestras necesidades. Al crecer, necesitamos amigos, compañeros de trabajo, nos sometemos a las autoridades civiles y hasta nos comprometemos de por vida con alguien a quien juramos amar y servir hasta que la muerte nos separe. Al envejecer, requerimos nuevamente de cuidados y volvemos a ser casi tan vulnerables como cuando éramos niños. Somos, en realidad, personas absolutamente interdependientes, y ¡qué bueno que así sea!
Existe un miedo terrible en nuestra sociedad de no ser fuertes, de mostrarnos vulnerables, de sentirnos necesitados de los otros, de ser dependientes. Creemos que debemos exhibirnos siempre orgullosos, inmutables, infalibles, capaces de todo. Es por todo ello, que apoyamos nuestra vida en los bienes que tenemos, nuestros logros, apariencia, títulos, talentos, reconocimientos, buscando así, sentirnos valiosos. La paradoja es que cuanta más necesidad tenemos de afirmarnos, de mostrarnos poderosos, fuertes y exitosos, más estamos diciendo, en un grito silencioso, ¡cuán frágiles somos!
A Dios mismo le pareció bien salvar a la humanidad, a través de la fragilidad humana de su propio Hijo: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Jesús, al hacerse hombre “se despojó de su categoría de Dios y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos”. (Flp 2, 6-8). Su madre, al nacer, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, “porque no había lugar para ellos en la posada”. (Lucas 2, 7) Jesús, siendo rico, por amor a nosotros, se hizo pobre para por su pobreza fuéramos enriquecidos”. (2 Co 8, 9)
El sacerdote carmelita José Arcesio Escobar apunta que “Dios habría podido salvarnos desde su poder infinito, utilizando medios extraordinarios, fáciles, sin dolor, instantáneos, doblegando al hombre a su voluntad de manera forzada, sometiéndolo al poder de su brazo, para que se cumpliera en la humanidad el propósito inicial con el cual Dios nos creó. Sin embargo, ha preferido actuar desde la humildad, desde la pobreza y la fragilidad, seduciéndonos; ofreciendo su camino de amistad, de salvación y de redención, sin imponer nada a la fuerza, tan solo como un humilde ofrecimiento de amor y fe para quienes lo quieran recibir”.
Jesús, hecho hombre, continúa diciendo el P. Escobar, “asume las categorías humanas, los límites humanos, las necesidades humanas. Sufre las traiciones de los hombres, los rechazos, la violencia, e incluso hasta la misma muerte causada por los humanos. Realmente se hizo hombre, como los hombres, para salvarnos”.
Jesús tampoco presentó su mensaje desde el poder, sino desde la vulnerabilidad. Se aparece a la Samaritana con la guardia baja pidiéndole, “dame de beber”, cuando resulta que es Él la fuente de agua viva. Estalla en alabanza al comprobar que el Padre muestra a los sencillos, las cosas que ha escondido a los sabios y entendidos (Mt 11, 25). Declara su indigencia al señalar: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza. (Mt 8, 20).
Jesús es tentado continuamente a manifestar su poder en el desierto: “Si en verdad eres el Hijo de Dios, tírate abajo, porque escrito está: a sus ángeles mandará por ti, y te llevarán en sus manos, para que no tropieces con tu pie en piedra” (Mt 4, 6), y hasta en la misma cruz: “Tú que destruyes el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, si eres el Hijo de Dios, y desciende de la cruz” (Mt 27, 40). A pesar de esto, decide sumergirse en la muerte y el abandono.
Ser conscientes de nuestra fragilidad implica reconocer que somos seres limitados y falibles, que experimentamos emociones, debilidades y dificultades. Es comprender que no somos invulnerables, ni perfectos y que Dios quiere salvarnos, precisamente, desde allí. Jesús mismo, siendo Dios, poco pudo con los fariseos, escribas y sacerdotes, pues se sentían demasiado seguros de su propia justicia: “Si fueran ciegos, no tendrían pecado; pero porque dicen: «Vemos», su pecado permanece” (Jn 9, 41). En la parábola del fariseo y el publicano se nos revela como, el que se apoya en sí mismo (en sus buenas obras, capacidad, piedad, etc.) y, además, por ser “tan bueno”, menosprecia a su prójimo, no recibe la gracia de la justificación. Solo el que acepta su propia vulnerabilidad y fragilidad, pide misericordia y encuentra la redención.
El que tiene miedo de su propia vulnerabilidad, no tan solo se protege, sino que abandona a sus hermanos. Basta recordar al hijo mayor de la parábola, incapaz de alegrarse y entrar a la fiesta de su hermano, porque siendo por tantos años, tan “obediente y cumplidor”, no había recibido el reconocimiento que creía haber merecido. Lejos estaba de entender que todo lo del padre era suyo y que la fiesta solo la disfrutan los que se saben perdidos, buscados y encontrados.
Para poder abrazar y reconocer la propia vulnerabilidad y la de los demás, es necesario sentirse profundamente amado de manera incondicional. Entender que el Padre no nos ama porque seamos fuertes, buenos o perfectos, al contrario, “demostró su gran amor al enviar a Jesucristo a morir por nosotros, a pesar de que nosotros todavía éramos pecadores.” (Rm 5, 7). Tampoco nos escogió por nuestra gran capacidad, talentos o virtudes, sino que “escogió lo más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de que en su presencia nadie se gloríe” (1 Cor 1, 28)
Al revés de lo que el mundo enseña, solo reconociendo que somos débiles, llegamos a ser fuertes (2 Co 12, 5.9). San Pablo aprendió esta verdad, experimentándola en su propia vida, cuando rogaba a Dios pidiendo ser liberado de alguna debilidad que le atormentaba, para luego descubrir que hasta debía gloriarse en ella, a fin de comprobar cómo el poder de su Gracia se hacía más fuerte, cuando más débil y derrotado se sentía.
Dios quiere salvarnos a través de nuestra fragilidad. Él no busca gente fuerte ni perfecta, busca gente abierta y disponible a la acción de su Espíritu. La garantía de que Dios está obrando en la vida de una persona, es la capacidad que esta tiene de reconocer sus propios errores, miserias, límites y fragilidades, permitiendo que su misericordia las abrace y las trasforme, en pocas palabras, dejando que sea el amor de Dios y no su fuerza, lo que la salve.
La clave de la liberación cristiana es vivir desde la vulnerabilidad, no desde la fortaleza. Reconocer que “llevamos este tesoro en frágiles vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros”. (2 Co 4, 7). Los cristianos seguimos a un Dios que se hizo frágil, pobre, mortal, encarnando toda nuestra condición humana para, desde ella, tender puentes de salvación y redención para la humanidad.
– Eva Baquero Haigler
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