En este mundo de hoy, orientado al placer, al bienestar a toda costa, parece no haber espacio ni tiempo para el duelo producido por la pérdida de un ser querido. “El luto se lleva por dentro”, dicen, “la misa solo es una”, porque la vida sigue, “No hay que llorar”, porque la muerte es ley de vida. Esta urgencia por dejar atrás la pena ha alcanzado incluso a los creyentes, quienes parecen considerar a la fe como una especie de anestesia o de cura inmediata para el dolor, deformando así su real función en la vida humana.
Se multiplican frases edulcoradas, que pueden llegar a ser crueles, como: “Debes aceptar la voluntad divina”, “seguro que no le gustaría verte triste”, “debes ser fuerte”. Quizás estas frases bienintencionadas se multiplican inexorablemente porque aún no se reconoce el duelo como un fenómeno normal, universal, único, complejo y dinámico. Y, además, porque no hemos comprendido como cristianos que nos decimos ser igual que Jesús que asumió en todo nuestra condición humana, incluso el dolor ante la pérdida de un ser amado.
Los seres humanos somos seres sociales. Nacemos y nos desarrollamos gracias a la interacción con otras personas, por lo que, la muerte de un ser querido puede producir una intensa reacción capaz de alterar a la persona en distintas esferas y de distintas maneras; es algo normal, que se verifica a lo largo y lo ancho de la Tierra. No obstante, así como cada persona es única, el duelo también será único, incomparable, y la forma en que este duelo se exprese variará según el contexto cultural, social y religioso.
El duelo puede implicar la manifestación de emociones fuertes y contradictorias. La tristeza puede venir acompañada de desesperanza, soledad, culpa, rabia, e incluso, hasta alivio y agradecimiento. El cuerpo parece quedar afectado también, ya que es usual que el doliente experimente cansancio, falta de apetito, dolor en el pecho o en la cabeza, dificultad para respirar o sensación de inquietud, especialmente en los primeros días siguientes a la muerte del ser querido. El área social sufre una alteración, también. Las personas pueden exhibir un comportamiento inusual de aislamiento, de dependencia excesiva, apatía, sensibilidad e impaciencia. La capacidad mental puede quedar comprometida como se verifica en olvidos, dificultad para tomar decisiones y para llevar a cabo tareas que exigen concentración. La fe se afianza o se tambalea, ya que la muerte puede ser una invitación a reflexionar sobre la vida y a revisar los pilares espirituales que la sostienen, sean religiosos o no.
Como se puede apreciar, el duelo es una reacción compleja, que surge más allá de nuestra voluntad, como consecuencia de la pérdida de alguien a quien amamos. Al igual que las olas vienen y van, algunas veces con suavidad, otras con violencia, estas manifestaciones fluctuarán, no permanecerán estáticas, pudiendo haber momentos de tranquilidad seguidos de inquietud. Su naturaleza cambiante, dinámica, puede producir gran desconcierto para la persona y para quienes buscan acompañarle, sin embargo, poco a poco la serenidad regresará.
La gran mayoría de la gente podrá ver la luz después de la noche oscura del dolor. Quedará la cicatriz como testimonio de la herida que la muerte dejó. Para algunas personas este proceso de integración de la perdida será más prolongado. Necesitarán de la compasión y la compañía de la comunidad, de manera particular aquellos que tienen una historia de depresión o quienes han sufrido la pérdida de un ser querido de manera violenta e inesperada, tal como a Jesús le pasó cuando murió Juan el Bautista.
Tal como san Mateo lo recoge en el capítulo 14 de su Evangelio, Jesús se fue a un lugar apartado luego de haberse enterado de la muerte de Juan. Jesús atraviesa la noche oscura del duelo. ¿Cuáles emociones habitarían su corazón? ¿Cuáles serían sus pensamientos? ¿Cómo oraría a su Padre en esos momentos? Imaginemos por un instante esta escena: Jesús toma una barca para retirarse a un lugar apartado, lejos de todos. La gente al enterarse, lo sigue. Cuando desembarca, contempla la multitud y siente compasión. Sana a los enfermos. Después, el milagro de la generosidad se manifiesta en la multiplicación de los panes. Lo vemos, Jesús se permite sentir. Fluye. No se impone la alegría, sin embargo, esta surge a su tiempo, luego de la danza entre la soledad y la compañía. Él, que es la vida misma, se conmueve ante la muerte. Nadie ha tenido que exigirle que sea fuerte, Él ha encontrado la fuerza en la relación con su Padre y sus hermanos. Él, que es la Resurrección, transita el camino del calvario.
La experiencia del duelo se complica por la visión deshumanizada e irreal que tenemos del dolor, visión que es, lamentablemente, promovida por una fe deformada, donde no hay espacio para el sufrimiento ni para quienes sufren.
Cuando Jesús recorrió los caminos polvorientos de Galilea, nos reveló la cara amorosa del Padre, sin embargo, con demasiada frecuencia volvemos al Dios de los ejércitos y nos olvidamos del Dios-con-nosotros, ese que se hizo carne, ese que conoció el dolor. Ojala que la fe en ese Dios cercano sea guía, lámpara en la oscuridad, no yugo ni bozal. Esta fe, la que Jesús nos inspira es la que nos permitirá seguir caminando hasta que lleguemos al día donde “no habrá ya muerte ni habrá llanto’ (Ap 21, 4).
Miguelina Justo