Cuando la dirección de la Revista, “Rayo de Luz”, me solicitó el artículo para este mes de marzo, la acompañó con una declaración retadora: “Si el Hijo de Dios tuvo que prepararse durante 40 días en el desierto, nosotros que somos seres imperfectos y débiles debemos hacerlo con más razón y durante más tiempo”. Esta aseveración será una especie de eje transversal para direccionar el argumento.
Los tres Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), coinciden al referirse a las tentaciones de Jesús, cuando dicen: “fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo”. Pero, ¿por qué el Espíritu lo condujo por caminos de pruebas, de riesgos y de tentaciones? Sabemos que este lugar inhóspito y nada acogedor es símbolo de prueba, pero también de purificación; constituyéndose en el mejor terreno para aprender a vivir de lo esencial; pero, es asimismo el más peligroso para quien queda abandonado a sus propias fuerzas. En la tentación se descubre qué hay en nosotros de verdad o de mentira, de luz o de tiniebla, de fidelidad a Dios o de complicidad con la injusticia. A lo largo de su vida, Jesús se mantuvo vigilante para descubrir a “Satanás” en las circunstancias más inesperadas. Porque el diablo sabe aliarse, muy bien, con el ego humano para generar desastre.
Jesús no fue al desierto por iniciativa propia; fue el Espíritu de Dios quien lo condujo: la vida de Jesús no iba a ser un camino de éxito fácil; más bien le esperaban pruebas, inseguridades y amenazas. Aunque, también, el desierto es el mejor lugar para escuchar, en silencio y soledad, la voz de Dios. El lugar al que hay que volver en tiempos de crisis.
Según los Evangelios sinópticos, las tentaciones experimentadas por Jesús no fueron propiamente de orden moral. Sino planteamientos en los que se le propusieron maneras falsas de entender y de vivir su misión. Aunque, su reacción constituye un modelo para nuestro comportamiento moral.
Sostiene el teólogo y escritor Pablo d’Ors que el desierto, como imagen, es la otra cara del jardín. Si en el Edén todo es armonía y placer, en el desierto, es donde el mal acostumbra a presentarse. Sin embargo, en el mundo moderno suele haber demasiado ruido para distinguirlo; por eso, solemos ser víctimas inconscientes de espíritus malignos, que juegan con nosotros. En cambio, en el desierto no reinan las prisas ni la confusión, es donde mejor podemos desenmascararlos y vencerlos. La “paloma” conduce al desierto para que nos encontremos con nuestra propia sombra. Cuando descubrimos nuestras oscuridades es un indicador de que hemos comenzado el camino espiritual.
Si Jesús partió para el desierto sin fecha de regreso, todos deberíamos hacer lo mismo: evitar volver hasta no haber cumplido el propósito que estimuló la partida. La Biblia utiliza el número simbólico 40, para señalar la duración del tiempo de examen y de prueba. Esta etapa prolongada acrisola la persona, constituyéndose en una prueba de resistencia. O sea, hay que mostrar la madera de la que se está hecho. El cuerpo se pone al límite para que el espíritu actúe. Es decir, el vacío de alimento (material) predispone y refuerza el vacío de ideas (mental) y de apegos (afectos). Al diablo no se le convoca, se está preparado para cuando aparezca. Y este ataca por nuestro lado más frágil; que suele ser lo que nos cautiva y mueve: si eres intelectual, te hará brillantes razonamientos; si eres artista, te prometerá la gloria; si eres político, el poder; si eres hedonista, el placer. Al diablo se le conoce por la ruina que genera. Si el bien genera paz; el mal, en cambio, inquietud e insatisfacción. El Espíritu engendra amor; el maligno, aislamiento e indiferencia. Uno, alegría y presteza; el otro, tristeza y pesadumbre.
El núcleo de toda tentación consiste en que la persona se considere autosuficiente, para apartarla de la referencia al más allá. En la primera tentación, a Jesús se le pidió romper el orden natural, convertir piedras en pan. El diablo comenzó con lo que Jesús se identificaría más tarde, el Pan de Vida. En la segunda tentación, fue colocado en lo alto, haciéndole creer que para existir se necesita de la multitud, la fama, el reconocimiento ajeno. Pero, Jesús estableció límites al decir: no. Para declarar este no, la persona ha de estar en su propio centro, sin desplazarse de él ni un centímetro. La dinámica no consiste en meter a Dios en nuestra vida (tentación), sino meternos en la suya. Quien decide hacer algún Retiro o Ejercicios Espirituales (ir al desierto), lo sepa o no, está diciendo: estoy en el mundo, pero no soy de él.
En la tercera tentación, se le pidió que se arrojara al vacío para volar y ser admirado, adorado, aprobado, querido y valorado por el mundo. Pero Jesús dijo: quiero ser yo mismo. En fin, las tentaciones con las cuales escapamos del ser, son tres: el placer, el tener y el poder. El Placer: comerás, beberás, estarás a gusto, tranquilo, calientito, satisfecho. El Tener: poseerás una gran casa, una playa particular, una finca, un descapotable, un anillo de brillantes, un yate. El Poder: te servirán, te alabarán, te reconocerán, destacarás como una estrella en el firmamento y todos querrán hacerse una “selfi” contigo y pedirte un autógrafo.
La respuesta de Jesús a las tres tentaciones primordiales es siempre servir y adorar; es decir, abandonar el ego y poner la mirada en el otro (servir) y en Dios (adorar). Servir y adorar pueden conjugarse en un solo verbo: “amar”. Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, a esto se reduce todo.
– P. José Pastor Ramírez